Leo Masliah - Autorreportaje Text

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(Basado mayoritariamente en preguntas formuladas por diferentes periodistas)

Pregunta – Las letras de tus canciones, y muchos de tus cuentos, hablan de cosas que le pueden pasar a cualquiera. ¿Algunas son cosas que realmente pasaron?

Respuesta – Mirá, hay mucha gente que confunde la literatura con la crónica periodística, más allá de que sea crónica de cosas que hayan pasado o de cosas que no hayan pasado. La crónica es un género muy importante, por cierto, pero hay muchos otros que no funcionan de la misma manera. En la crónica vos tenés una cosa, por una parte, y una manera de hablar de esa cosa, o de contar esa cosa, por otra. Esas maneras pueden incluir falsear la cosa, ocultarla, ayudarte a entenderla desde distintos ángulos, en fin, hay un montón de operaciones que se pueden hacer y que se hacen. Pero en la mayor parte del resto de la literatura, el asunto no funciona así. No hay por una parte cosas, y por otra parte maneras de contar esas cosas. Lo único que hay son las maneras, el contar. Pero el contar en este caso no es un contar “algo” en el sentido de que ese “algo” pueda existir más allá de ese acto por el cual lo contamos. Eso sólo se da en algunos casos muy particulares, como los cuentos clásicos infantiles. Pero en casi todo lo demás no. Hamlet, por ejemplo, no es una historia que esté en algún lugar virtual y que Shakespeare la haya bajado con ayuda de ciertas palabras. Hamlet es las palabras que Shakespeare escribió. Entonces la palabra “contar” es muy engañosa. Tiene muy poco sentido hablar de si pasaron o no pasaron las cosas de los cuentos, de las novelas, de la poesía, como de todas las expresiones artísticas. Por ejemplo, vos mirás el cuadro “Artigas en la Ciudadela”, de Blanes, y lo que importa no es si lo que hay en ese cuadro pasó o no pasó; si Artigas alguna vez estuvo con los brazos cruzados así, o con esa cara. El cuadro no trata de algo que pasó o no pasó; el cuadro mismo es algo que pasa. Es algo que les pasa por ejemplo a todos los miles de niños que pasan por las escuelas que tienen colgado ese cuadro; a vos te pasó, seguramente; a mí también me pasó.

P – Pero vos muchas veces hablás de cosas muy cotidianas.

R – Qué son las cosas cotidianas, ¿las que pasan todos los días? Yo no hablo mucho de esas cosas, y creo que las canciones y la literatura en general no hablan casi nunca, de ellas. Más bien se ocupan de las cosas que pasan una sola vez. De las cosas que se repiten todo el tiempo, como los movimientos de las moléculas, y esas cosas, los escritores no suelen hablar; salvo que lo planteen como marco de referencia para alguna cosa que haya pasado una sola vez. Son los científicos, más bien, los que hablan de las cosas que siempre pasan, de los procesos que se repiten, ya sea en la sociedad, o en la naturaleza, o en los sueños. Pero los escritores se ocupan más de lo puntual, de lo que no se repite.

P –Vos trabajás mucho con la repetición, sin embargo. ¿Lo hacés con alguna intención de fastidiar? ¿No tenés miedo de aburrir?

R – Mi música no sé si será buena o mala, o muy mala, pero si sé que no repite más que otras que yo conozca. La sensación de repetición depende mucho de cuáles son las cosas sobre las que tiene centrada su atención el oyente. ¿Los Rolling Stones se repiten mucho por el hecho de estar prácticamente todas su canciones en el mismo compás? ¿Mozart se repite mucho por estar compuestas todas sus obras en un número muy restringido de tonalidades, y también por haber compuesto toda su música en tres o cuatro compases, como prácticamente todos los compositores europeos de los siglos dieciocho y diecinueve? Hay un libro de un jazzista, Mark Levine, donde él dice que desde el punto de vista del jazz, toda la música clásica europea es “minimista”, o “minimalista”, porque utiliza un repertorio mínimo de acordes, en comparación con los que hay en el jazz. Del mismo modo, desde el punto de vista de la música del romanticismo y de gran parte de la que se llama “contemporánea”, el jazz puede ser una cosa muy repetitiva, porque hay millones de temas que se tocan durante mucho rato sin cambiar de matiz. ¿Uno se repite por presentarse en público siempre con la misma cara? En cierto modo, indudablemente, sí. Siempre hay repetición y no repetición. El asunto es dónde pone su atención el oyente. Aunque en esta época la mayor parte del público parece necesitada de un grado muy alto de repetición de ciertas cosas por ejemplo rítmicas, y de instrumentación. Hay muchos géneros donde las variaciones en estas cosas son mínimas, de un tema a otro. Los Beatles, por ejemplo, si surgieran ahora, si tocaran ahora por primera vez, no podrían entrar en ninguna de las categorías del rock o de la música pop, porque cambian demasiado de instrumentos y de ritmos, de una canción a otra.


P- ¿Y vos en qué categoría estás? ¿Cómo definirías lo que hacés?

R – Mirá, mucha gente se enoja conmigo cuando no quiero contestar a eso, o cuando contesto por ejemplo “no lo definiría”, o “jamás haría eso”, pero creo que no está bien enojarse por una respuesta de ese tipo, yo no me dedico a analizar mi trabajo. El hecho de hacer cosas y el de estudiar esas cosas son cosas muy diferentes, y no tienen por qué coincidir en una misma persona. Fijate que ya mucho antes que Freud, Descartes decía, en el Discurso del Método, que saber una cosa y saber que se sabe esa cosa son dos cosas muy diferentes y que pueden perfectamente no darse juntas. Pero muchos periodistas dan por sentado que uno tiene que saber qué es lo que hace, y arrastran a un montón de artistas a decir cualquier cosa; hay muchos artistas que saben lo que hacen, hay otros que creen saberlo y quizás no sospechan que lo que hacen y lo que creen estar haciendo pueden ser cosas diferentes, lo cual no invalida para nada su trabajo. Hay cosas que son difíciles de definir. Hay gente que se pasó toda la vida, pensando y escribiendo sobre estas cosas, y no llegaron a nada muy satisfactorio, Hegel, Nietzsche, por ejemplo; sin embargo algunos pretenden que vos en quince segundos respondas a eso que consumió tantas vidas. Muchos periodistas no sabrían responder, tampoco, con algo coherente, si se les pidiera una definición sobre su trabajo. Pero ese trabajo se puede hacer muy bien, de todos modos, sin saber eso. Si vos sos hornero no necesitás ir a la facultad de arquitectura.

P – Sí, pero no es cuestión de tanto rigor, en eso de la definición. Nadie te pide que digas algo tan preciso, tan inobjetable sobre lo que hacés. Lo que se te pide es una orientación, una guía para los que no te conocen.

R – ¿Y esa respuesta no sirve, como guía?

P – Sí, sirve, pero yo quería ir a algo más concreto; sin ir a tu trabajo, digamos, ¿cómo te definirías vos? ¿como actor, escritor, músico, comediante?

R – Ninguna de esas opciones que vos das se puede considerar una definición. Para definir hay que dar caracteres genéricos y caracteres específicos. Tus opciones dan sólo los caracteres genéricos. Ocupaciones o cualidades compartidas por un montón de personas en todo el mundo. Eso no define nada. Es como si quisieras definir un conejo y dijeras “es un animal”, o si le preguntaras a un conejo “cómo te definirías, ¿como un animal, una máquina, una sustancia?”; ahí no estarías definiendo al conejo, te estarías definiendo a vos, como animal.

P – Bueno, vamos a no hablar de definición, entonces, sino de… rótulos, de etiquetas. ¿Cómo te etiquetarías vos?

R – Yo… a mí me gustan las etiquetas, y sé que para hablar de las cosas siempre hay que clasificarlas de alguna manera, aunque sea provisoriamente. Pero lo que no me gusta es esa moda de clasificar y etiquetar todo no como forma de clasificar y etiquetar, sino como sustituto de conocerlas. Yo estoy seguro de que si yo ahora te digo cómo me etiquetaría, vos o cualquier otro después eso lo van a usar para decir que yo me defino así, y eso no me gusta. Por eso no voy a contestar, porque yo tengo una etiqueta, sí, pegada acá atrás, pero no la voy a mostrar a cámaras.

P – Pero ¿no se podría decir que vos te movés dentro del género absurdo?

R – Un género absurdo sería un género que no podría existir. Hablar de “un género absurdo” es simplemente una manera de referirse a algo que tuvo un lugar gramatical en una frase, pero que no tiene correlato real, digamos. Es una manera de deshacerse de ese falso lugar provisorio que se le dio a algo que en realidad no era algo. Es distinto si se habla, como se hacía en una época, de un género “del absurdo”, que en realidad creo que eso fue mal traducido del francés, se tendría que haber llamado género “de lo absurdo”; pero de cualquier manera un apelativo así es absurdo, porque presupone que existen otros géneros, y que esos otros pueden ser géneros “de lo lógico” o de “lo lógicamente consistente”. Pienso que la gente que usa la palabra “absurdo” para calificar o clasificar ciertas ramas de lo artístico es víctima de una confusión propia de lo que Sartre, al hablar de la imaginación, llamaba “ilusión de inmanencia”, que consiste en que vos creas que cuando te imaginás una silla, en alguna parte de tu cerebro se forma una sillita. La literatura no se basa en axiomas ni se construye con inferencias de ninguna clase. No es más lógico decir “la noche está estrellada” que decir “el día está estrellado”; la cuestión está en que “la noche está estrellada” podría ser –tal vez– parte de una crónica que intentara describir un hecho que hubiera acontecido o que estuviera aconteciendo, y “el día está estrellado” más difícilmente podría serlo. Pero en un poema o en un cuento o en una letra de canción, la función de una frase como “la noche está estrellada” no es hacer la crónica de un hecho, la función es otra, y no hay nada que pueda lógicamente conducir a un escritor a escribir eso; el hacerlo es una elección tan caprichosa y arbitraria como escribir “el día está estrellado” o cualquier otra cosa. Y cada una de esas cosas puede servir mejor o peor en su contexto, de acuerdo a lo que uno le pida, consciente o inconscientemente, ya se trate de crear un estado de ánimo, o describir un lugar, o inventar un lugar, o decir cierto número de sílabas, o develar deficiencias del lenguaje, o lo que sea. Si vos escribís “puedo escribir los versos más tristes esta noche” no hay ninguna ley lógica que te diga que tenés que seguir con “escribir por ejemplo la noche está estrellada” más bien que “pero no lo haré” (“puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero no lo haré”) o, por ejemplo, “puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero voy a optar por escribir un tratado de mecánica de los fluidos”. No se trata de absurdo o de coherencia, se trata de que uno puede decir cosas diferentes en uno u otro caso. Algunas, para ciertos lectores, resultan más esperables o verosímiles que otras. Entonces, se las cree, literalmente o como representación transfigurada de la realidad. De ahí la “ilusión de inmanencia” de que te hablaba. Cuando le resultan inverosímiles, en cambio, las clasifica como “absurdas”. Pero eso está mal. Es como sumar peras con manzanas. Hablar de un género de lo absurdo es algo ingenuo, es desconocer lo que es escribir, lo que hace la gente cuando escribe, cuando escribe ficción. Ese desconocimiento por supuesto que no impide escribir; hay muy buenos escritores que lo tienen, como puede haber muy malos que no lo tengan. Pero fijate vos que mucho antes de que en Europa acuñaran esa historia del género del absurdo, y todo eso, Macedonio Fernández, el escritor argentino, escribió “Adriana Buenos Aires”, que es una novela a la que puso el subtítulo de “última novela mala”, en el sentido de “última novela escrita bajo el falso supuesto de que es más lógico escribir algo que se podría parecer a lo que a la luz de toda la ignorancia que tenemos sobre las cosas de la sociedad y de la naturaleza uno podría contar de cosas que pasaron realmente”, que escribir algo libre de ese supuesto. Y después escribió la “primera novela buena”, que es la “novela de la Eterna”. Pero claro, la mayoría lo toman como una gracia de él, sin haberlo entendido, porque siguen escribiendo novelas malas, una tras otra. Que algunas son buenísimas, pero son malas en el sentido de que están presas en ese falso supuesto, están encerradas en esa celda, cumpliendo condena por malas.


P- O sea que vos valorás mucho esa libertad de la que hablás… ¿Qué significa para vos escribir, componer?

R – No sé si no hay una actitud un poco tramposa en tu pregunta, en cuanto al significado de “significar”; hay gente que te pregunta por ejemplo “¿qué significa para vos tal cosa?”, y en realidad le están dando un sentido muy especial al significado de significar, porque si vos realmente contestás lo que para vos significa eso parece que te estuvieras haciendo el vivo, o que estuvieras esquivando la pregunta, porque no te están queriendo preguntar lo que para vos significa tal o cual cosa, sino que lo que quieren es que vos menciones algunas actitudes, por ejemplo, que para vos esa cosa puede motivar, o cosas así. Y eso sería muy lícito, y es muy lícito, como acepción que cualquiera si quiere le puede dar a la palabra significar, la acepción de medir la importancia que uno asigna a una cosa, y describir las conductas que ella motiva; pero el problema es que la actitud que acompaña ese tipo de preguntas es la de hacer creer que esa acepción de la palabra significar es la misma que la otra, y ahí es donde está la trampa, porque la gente hay palabras que las usa habitualmente, y más allá de que esté reflexionando o no sobre su significado, las usa de cierta manera, con un significado implícito. Pero cuando asiste a alguna instancia en la que las palabras son exhibidas en el tendedero, digamos, son puestas al sol, para verlas mejor, como puede ser en un programa de televisión de esos que se llaman talk show, o en una entrevista (que para mucha gente por desgracia es la única instancia de reflexión o de análisis, de estas cosas), entonces la forma en que se presentan es otra, no es aquella que está implícita en el uso habitual de las palabras, es otra que se presenta exclusivamente para esa supuesta instancia de reflexión, pero como esta instancia es la única, entonces ésta es la que supuestamente viene a explicar a la otra, y subrepticiamente se identifica con ella, y la gente se queda con la idea de que estuvo reflexionando sobre las cosas, y no, no reflexionó nada. Es como si uno por ejemplo no tuviera nunca acceso a un espejo, pero estuviera preocupado, igual, por saber qué cara tiene. Entonces suponete que los espejos estuvieran todos en un lugar especial, donde cobran entrada, y una vez que entrás hay un ritual, que tenés que seguir, y que te hacen creer que es muy importante, y entonces entrás a un cuartito, por el que tenés que pasar antes de acceder al lugar donde está el espejo, y en ese cuartito te ponen una máscara, y te hacen sentir que ahora sí estás en condiciones de presentarte frente al espejo. Entonces vas, te mirás en el espejo, y te quedás con esa imagen, la imagen de la máscara. Después salís, te sacás la máscara, volvés a tus ocupaciones con la misma cara de siempre, con esa cara sonreís, con esa cara te presentás ante los demás, expresás tus emociones, etc, etc, la usás, es parte tuya, pero si a vos alguna vez se te ocurre reflexionar sobre tu cara, el reflejo que recibís es el de la máscara que te pusieron aquella vez. De alguna manera es el mismo mecanismo rector de la vida de mucha gente que durante décadas, por ejemplo, se ponía una ropa especial los domingos para ir a la iglesia. Pero no era solamente la ropa lo que cambiaba: el tipo que asistía a la misa y que escuchaba el sermón, de alguna manera no era el mismo que después, con otra ropa, se metía los días de semana en sus problemas laborales y familiares. Y esto es lo que muchas veces el periodismo hace con la palabra significar, y con tantas otras, como “amor”, como “comunicación”, como “definición”… Vos hace un rato me preguntabas cómo defino lo que hago, pero vos con esa pregunta, subrepticiamente, arteramente, incluso, pretendías redefinir la palabra definir, pero sin avisar, ¿entendés? La querías redefinir de manera que cualquier cosa, prácticamente, pudiera entablar conmigo o con lo que hago esa relación binaria o ternaria llamada definición.

P – Lo que pasa es que a nosotros en la escuela de periodismo no nos enseñan, eso, ¿entendés? No nos enseñan el sentido de las preguntas que podemos hacer. Por eso si vos, en vez de contestar cualquier cosa sobre el tema, contestás algo que involucra la propia pregunta que te hicimos, no te podemos entender, porque justamente esa es la materia que no dimos, la del sentido de lo que preguntamos.

R – Sí, hay un cuento de Robert Sheckley que se llama “Haga una pregunta estúpida”, donde hay una máquina que sabe todo, y entonces viajan criaturas de todas partes del universo para preguntarle cosas. La máquina sabe todo, pero sólo puede hablar contestando preguntas. Entonces todos los que van le preguntan las cosas que más les preocupan, que más les interesan, qué es la vida, qué es la muerte, y otro tipo de cosas, pero la máquina a todo les contesta que no puede contestar, porque las preguntas están mal formuladas, no tienen sentido, llevan implícitas visiones erróneas de las cosas, entonces al final el cuento concluye algo como “para poder hacer una pregunta, hay que saber la mayor parte de la respuesta”. Por eso el oficio de preguntador es el más difícil de todos, yo no se lo deseo a nadie, yo nunca podría meterme en algo así, porque no sé nada. Pero acá hay muchos entrevistadores que tratan de salir del paso obligando al entrevistado a compartir los conceptos implícitos en sus preguntas, y si el entrevistado no los quiere compartir, porque contradicen sus creencias, se enojan.

P – Por qué jugás tanto con las palabras.

R – Todo el mundo juega con las palabras: los escritores, los abogados, los filósofos, los gobernantes, las telefonistas, los relatores de fútbol… Lo único que cambia de una persona a otra son las reglas, o el nombre del juego… Hay algunos juegos que son tan viejos y están tan difundidos que muchos se olvidan de que es un juego, o creen de buena fe que ese juego se llama hablar en serio, sin jugar.

P – Nombrame un disco, un libro y una película que llevarías a una isla desierta.

R – Hay muchos discos, libros y películas que yo llevaría a una isla desierta para dejarlos ahí para siempre, porque son una vergüenza para la sociedad… Podríamos agarrar una isla desierta y usarla como un gran basural.

P – ¿Cómo ves la proliferación de libros de autoayuda que ocupan cada vez más lugar en las librerías al punto que en muchas sólo queda un rinconcito al fondo que dice “literatura”?

R – Es que en Occidente se está gestando desde hace varias décadas (o capaz que ya está establecida del todo) una nueva religión. Una religión de hecho, te estoy diciendo, más allá de que sus fieles la asuman explícitamente como tal. Es una religión que consiste en una especie de pragmatismo exacerbado, según el cual cualquier cosa que cualquier pensador o cultor de cualquier religión, ciencia o filosofía, haya dicho o escrito alguna vez, se puede separar de su contexto y ponerse al servicio de la problemática específica de cada ciudadano. Por ejemplo: no importa si los horóscopos dicen la verdad o no; lo que importa es que MI horóscopo de hoy sea el que yo necesito para lograr mis objetivos. No importa demostrar ni investigar qué relación hay entre el mundo y la disposición azarosa de los tallos de milenrama o de tres monedas; lo que importa es que el I Ching ME DIGA HOY lo que necesito escuchar para triunfar o salir airoso en el fin que estoy persiguiendo. Es una religión de la basura, en realidad, porque está formada por trozos ya consumidos de grandes obras del pensamiento humano. Las doctrinas de procedencia china e hindú son las que más se resienten en esta disección, porque su sentido original no es “utilitario”, no es ayudar a obtener cosas o arribar a objetivos, sino por el contrario, destruir los objetivos, destruir la tensión entre el individuo y el entorno del que él quiere obtener algo. Pero la religión-basura utiliza fragmentos de todo esto para todo lo contrario, para construir espejitos y azuzar deseos.

P – Ya que hablaste de doctrina hindú, ¿vos creés en la reencarnación?

R – Si creyera en la encarnación, no tendría ningún problema en creer en la reencarnación.

P – ¿Alguna vez hiciste terapia?

R – No, nunca hice. Ni tampoco me la hicieron a mí.

P – ¿Qué cualidades son las que más apreciás en una mujer?

R – La rectitud. Y la curvatura.

P – De las distintas cosas que hacés, ¿cuál preferís?

R -El sexo. Sé que eso no es común, que a la mayoría de la gente no le gusta; pero a mí sí.

P – ¿Qué es lo que más odiás?

R -La costumbre que tienen los inspectores de los ómnibus de Montevideo, de golpear con una monedita en los vidrios para que la gente se corra.

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